Desde Washington me escriben aterrorizados. Con urgencia.
Se palpa el
temblor en los relatos.
Parece que hoy la vida humana nada vale.
¡Cuando su
precio es tan infinito como la única Vida que refleja!
Me piden que ore.
Y entiendo que yo nada he de hablar,
pedir, suplicar…
Sólo escuchar a los ángeles que Dios envía "para
guardar nuestros caminos".
Dos alados mensajes acuden a mi
conciencia cuando me visitan noticias de catástrofes o violencia.
El primero está en Lucas 8:22-25.
Jesús duerme en calma, mientras todo es zarandeado por la
tempestad.
¡Que hay más frágil que una barcaza a merced de la furia del mar!
Pero ni el estruendo, ni las olas llegan a la conciencia del
Maestro.
Ni la preocupación roza su profunda paz.
¿Por qué? Él es "una ley para sí mismo de día y de noche",
en la vigilia y en el descanso. Porque siempre se apoya en la benéfica y
todopoderosa Omnipresencia del Padre.
Y en nada más, porque nada más
hay.
Por eso cuando le despiertan angustiados, no le posee el
pánico.
Es consciente de la totalidad de Dios, que se deriva de Su divina infinitud.
Sabe que al hombre se le dio el dominio sobre todo.
Conoce por experiencia que sólo el Bien tiene poder.
Etiqueta de “ilusión” lo que los sentidos físicos
presentan como terrible amenaza.
Y ese nombrar correctamente al mal como
lo que siempre es, nada, disuelve lo que sólo es apariencia.
Después pregunta a sus estudiantes:
“¿Dónde está vuestra fe?”
Los tsunamis, terremotos, tornados, epidemias, atentados
terroristas, asaltos a mano armada… no se previenen con arquitectura o
ingeniería avanzada, panaceas milagrosas, ni despliegues policiales de
élite.
Sólo es necesaria esa fe capaz de mover montañas hasta lo
profundo del océano.
Y no se precisa una gran cantidad. Basta el tamaño
de una semilla de mostaza.
Ella ilumina el aterrador escenario y nos descubre que
siempre estuvimos moviéndonos, no por caminos peligrosos o
escondiéndonos en refugios poco seguros, sino "en Dios donde siempre
vivimos y tenemos el ser".
Y así ya podré acoger con gratitud y comprensión el
segundo "ángel" que con el salmo 91 me advierte no poner la esperanza en guardias personales,
sino en Dios, nuestro abrigo y escudo.
Y entonces, "Yo lo pondré a salvo, porque él me ama. Lo enalteceré, porque él conoce mi nombre" (Salmo 91:14)
La fe nos hace conocer el nombre de Dios que no es
otro que el Amor.
Escuchar que el Padre-Madre nos ama infinita y gratuitamente y sentir Su Presencia, es lo que nos pone a salvo de todo.
Porque donde es Dios no puede estar el mal. Ya que el
perfecto Amor expulsará el temor con todas sus aparentes causas. (1 Juan 4:18) y nos mantendrá en seguro y confortable abrazo.
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