Va para casi cuarenta años que mi sobrina Marta,
apenas un bebé, me visitó por primera vez. Sus padres vivían en la
ciudad y ella nunca había estado en el campo.
Recuerdo como ansiosa de emoción me tomó de la mano y
me arrastró hasta una esquina del jardín. Entonces con unos ojos bien
abiertos señaló un punto en la hierba mientras gritaba con su graciosa lengua
de trapo:“¡Mira, mira!” “¡Qué bonito!”.
Su maravilloso descubrimiento era una hormiga
chiquita y de negrura brillante. Yo nunca había reparado en su belleza.
Hasta entonces sus diminutas compañeras sólo eran molestas visitantes de
mi cocina a las que debía mantener a raya.
Era la inocencia la que enarbolaba el asombro para
contemplar la creación en toda su maravilla y me recordaba
la manera de mirar.
La costumbre de ver todo a la luz de un mundo gris
(consecuencia de admitir la convivencia del bien y el mal), nos ha robado la
capacidad de asombrarnos.
Y es con esa cualidad
como mejor se puede captar la presencia
de Dios en la intensa aunque breve luminosidad de los vislumbres. Esos
que facilitan nuestro camino.
Hoy he tenido este
recuerdo al releer “La isla misteriosa” uno de mis libros de ficción
favoritos. En el capítulo 20, Julio Verne cuenta como los náufragos han
encontrado un granito de trigo en el forro de un chaleco. Sin darle importancia al hallazgo,
están por arrojarlo. Pero el científico Ciro
Smith, el hombre que de continuo se hace preguntas, les detiene.
"…¿Sabéis cuántas
espigas puede producir este grano?... Diez. ¿y sabéis cuántos granos
tiene una espiga?... Ochenta por término medio. Así, si plantamos este
grano, en la primera cosecha recogeremos ochocientos, los cuales en la
segunda producirán seiscientos cuarenta mil y en la tercera quinientos
doce millones y en la cuarta ¡más de cuatrocientos mil millones de
granos!"
La lectura recuperó
mi capacidad de asombro. Sobre todo al concluir el capítulo: “los
náufragos siempre hubieran llegado a proporcionarse fuego, ya por un
procedimiento ya por otro; pero ningún poder humano les reharía aquel
grano de trigo si, por desgracia, llegase a perecer”.
Y ese pensamiento
me tiene recogido todo este día en admirada gratitud. Es para quedar en
asombrada adoración ante la grandeza divina que se esconde en todo. Así, el
tedio es imposible,
cuando se puede descubrir el poder y la
belleza del Alma hasta en cada grano y en cada hormiguita.
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