Vivimos en el campo. La casa está
rodeada de naranjos. Cientos de nidos constituyen nuestro vecindario.
Gozamos de la conversación directa y simple de la Naturaleza. Todo un
privilegio.
Un día una amiga nos hizo un
regalo. Era un pajarito en su bonita jaula. Se llamaba Coco. Y con él
llegó un pequeño problema.
Su canto, entre barrotes, lo
interpretábamos como lamento. Por eso decidimos liberarlo.
Abrimos la trampilla. Y Coco
retrocedió hasta el fondo de la jaulita. Allí estuvo horas. Aunque la
puerta permanecía abierta no se atrevió a franquearla.
Tuvimos que sacarlo con nuestras
propias manos. El latido de su corazoncito parecía reventar el plumaje.
Lo dejamos en el luminoso patio trasero. El bello cielo invitaba a
volar alto, muy alto. Pero Coco buscó el refugio de las rejas de
un ventana. Atemorizado ignoró la estampa de fiesta que componían las
flores multicolores de las macetas. Porque para él su cielo consistía en
un trocito de azul limitado de rayitas. Echaba de menos los
delgados barrotes de su jaula dorada. Y lo devolvimos a la errónea “seguridad” de su encierro.
Más tarde lo dejamos en la poblada y
alborotada pajarería de un familiar. Así, al menos, tendría la compañía
de otras alas inútiles y sin sentido.
Hemos pensado mucho en Coco mientras
escuchamos a los pájaros en libertad. Ha sido una rica parábola de la loca
lógica del miedo. Porque el temor convierte hasta la feliz aventura de
unas alas en un pesado adorno sin sentido. Pero el Amor, la única
Verdad, nos hace conscientes de nuestra auténtica identidad. Somos los
hijos de un Padre- Madre muy generoso. El nos ha dado la inmensidad de
un Cielo sin barrotes que sólo se disfruta cuando dejamos el falso
sentido de limitación y confiamos en Aquel que nos ha regalado Todo.
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