El camino a Emaús da la espalda a la Esperanza.
“Esperábamos
que Él nos liberara.”
Comentan los dos estudiantes en su vuelta a la antigua y grisácea
rutina.
Parecen decir “fue demasiado bonito para ser verdad.”
Hacia Emaús, la señalización carece de lógica.
“Aunque
algunas mujeres que están con nosotros nos han asustado, pues fueron de
madrugada al sepulcro, y al no encontrar el cuerpo, volvieron a casa. Y
cuentan que les han dicho que Jesús vive.”
¿No es ésta una información para avivar la esperanza?
No, si ya se decidió
regresar a Emaús.
Han sido testigos de las palabras y hechos de Jesús: “Los
ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos
oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el
evangelio”.
Pero no estuvieron alertas. Ni una hora pudieron velar. Y la muerte, esa
gran mentirosa capturó sus pensamientos. Ahora giran hipnotizados en
una órbita, sin alegría, ni vida. Sin futuro regresan al pasado de
Emaús.
Aunque intentemos huir al extremo de la tierra, nunca podremos
separarnos del Cristo. Habla por boca del desconocido caminante. Alguien
que no sabe de muertes.
“¿Eres el único forastero en Jerusalén que no te has enterado de lo que
allí ha sucedido?
El Cristo sólo conoce el designio del Padre: la Vida. Sólo sabe
que no hay obstáculo para esa voluntad. La película de la existencia no
puede forzar un final a lo único que en realidad existe, que es la Vida.
El repasar la Palabra de Dios, y no los pensamientos de los hombres,
produce el cambio. Los ojos velados comienzan a iluminarse, y los
desengañados resucitan sus corazones agonizantes.
Comienza con vigor el viaje de vuelta, como el hijo que regresa a la
casa del Padre.
Y al volver a sus hermanos, descubren el cumplimiento de la profecía:
“Todos serán enseñados”.
“¡Jesús resucitó! ¡Se le apareció a Pedro!”
Porque el Cristo actúa en Emaús y en Jerusalén. En Boston, y en
Madrid, Lisboa o Montevideo... Ayer y hoy.
Y es que siempre está con nosotros. Hasta el fin de los tiempos.
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