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martes, 11 de julio de 2017

SACRIFICANDO A ISAAC


Abrahám siempre está a la escucha de Dios y obedece, por tanto, en toda circunstancia. ("obedece" procede de ob-audire: ser consecuente con lo escuchado).
La vida del Patriarca está diseñada por la promesa. “Te haré Padre de un pueblo numeroso”. (leer Génesis 22)
Pero en el tiempo, parece que se demora. Y en un momento de su existencia Abrahám pretende acelerar el proceso, teniendo un hijo con su esclava.
Graves conflictos nacerán de esta iniciativa personal que provocan la expulsión del hijo Ismael y su madre Agar.
Por fin llega Isaac. La promesa se presenta pequeñita, balbuciente, con la necesidad de un desarrollo que se hace más lento al ser observado con la mirada de la impaciencia.
Abrahám vive rodeado de pueblos que aseguran la fertilidad de sus mujeres, de sus rebaños y de sus campos con una práctica ancestral. Sacrifican a Dios al primogénito y a las primicias de todo.
El patriarca observa su entorno, reflexiona atormentado al no verse cabeza de una gran tribu. ¿Estará hablándole Dios a través de los rituales de sus vecinos?  ¿Querrá el Altísimo que renuncie al primer hijo de Sara como prueba de confianza ilimitada en Él?
Abrahám descansa sus dudas y sus dolorosas angustias en su firme convicción acerca de la santidad de Dios. Nada malo puede provenir de Él, el Santo.
Suben al monte del sacrificio. Se trata de una ascensión difícil. Por momentos, las preguntas del niño zarandean su fe y oscurecen su pensamiento. Pero una y otra vez, se apoyará en el fundamento de la promesa: Dios proveerá.  Sólo Dios.
Al final, cuando parece zozobrar la esperanza, un carnero en la cima del monte y un pensamiento de Dios, un ángel, le traen la comprensión. Sacrificar a Isaac no es acabar con su vida, sino verlo “sacer”, sagrado, santo. Es descubrir en su apariencia limitada, la infinitud de la promesa. Sacrificar el "yo" no es destruirlo sino revestirlo del Cristo, de la plenitud divina.
Porque el bien anunciado por Dios no es para esperarlo en el tiempo, sino para gozarlo en esa única realidad que es la eternidad siempre presente, donde todo ya es y se disfruta.
Lo que los sentidos descubren nunca está falto o desprovisto. Encierran en sí “todo”. Como sucede con la diminuta semilla de mostaza que abraza en su aparente pequeñez el hogar de alegres bandadas de pájaros multicolores.

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