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lunes, 22 de enero de 2018

NO OLVIDEMOS LAS ALAS


Vivo en el campo, rodeado de naranjos. En el porche de la casa tengo una parra que en Otoño, con el caer de la hoja me deja una alfombra espesa de color tabaco. Hasta allí se llega por un carril delineado por una frondosa arboleda de cítricos. Todos los días, al comenzar la tarde, el camino se puebla de un ejército de pajaritos. Ellos toman el sol mientras picotean entre la hierba y pían alegres.
Cada vez que salgo al portal de mi casa, mis pisadas crujen las hojas secas y levantan una algarabía de jilgueros, gorriones y zorzales que en un "santiamén" desaparecen en las verdes copas de los árboles.
Un día no fue así. Algo extraño había en el ambiente. El camino estaba desierto, a excepción, allá, de un pajarito solitario, estático como una estatuita emplumada. ¿Por qué esa mudanza? Era la hora de siempre, con un sol fiel coloreando de alegre belleza el paisaje.

Enfoqué la mirada extrañado por el cambio. Y descubrí la causa. A medio metro de mi erguido gorrión, una culebra mediana e inmóvil parecía fijarlo con sus ojos al terreno.
Todo ocurrió muy rápido. Di una sonora palmada para espantar al pajarito que ni se movió. El reptil se lanzó como una flecha y lo atrapó.
Apesadumbrado entré en reflexión. La victima tenía todo un cielo donde moverse. Y la serpiente no podía alzarse más que un palmo del suelo. Sin embargo, el pajarito de tanto mirar el supuesto peligro lo había magnificado, al tiempo que olvidaba que él tenía alas.

Y trasladé la conclusión a mi personal experiencia humana.
Con frecuencia llenamos la consciencia con las imágenes de nuestras particulares serpientes. En lugar de contemplar quiénes somos en realidad.
Y así permanecemos deprimidos y sobresaltados, anclados en unos caminos de tierra que sólo son pistas de despegue hacia nuestra verdadera patria:


El cielo libre e ilimitado.

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