Sonó
el despertador. Y me dispuse a orar. Es decir, a escuchar.
Una
débil claridad se adivinaba en la oscura madrugada.
Y
pensé: -“Nada
puede ni
hace la
Tierra
para que la mañana se apresure. Sólo situarse
en la dirección del Sol y esperar
que
se eleve por el horizonte. Una vez en la posición correcta
queda quieta y
confiada”.
Eso
es
lo que se me pide.
Sólo
eso.
Hacer sitio a los pensamientos de la Mente que
han
de
iluminar
la
conciencia sustituyendo
visiones
de sombras abatidas e indistintas por vivos contornos de jubilosa
belleza.
No se adelanta el alba porque se prendan
por miles los
focos eléctricos o
se
aviven
con madera seca
centenares de
fuegos.
La Verdad sólo viene de Dios.
Y nada impide su arribo.
Nada lo aborta. Ni "nuestra" incapacidad ni "nuestra" ignorancia.
Una
vez
vueltos a Dios
sólo
hay que esperar.
Es
decir, quedar en activa tranquilidad después de abandonar el pensar en
nosotros, en "nuestras" responsabilidades, en "nuestros" problemas...
Ese es nuestro único quehacer.
El
mismo del
benjamín de la parábola.
(Lucas 15:11-34)
Volvernos hacia la Casa paterna
sin
importarnos
los pensamientos que se revuelven en
la
mochila, y que
se
abandonarán con sólo ver al
Padre correr
a nuestro encuentro.
Entonces nuestra fría desnudez sentirá el cálido abrazo del Amor y nuestro
ser será
revestido
con
la túnica del Cristo.
Nos sentiremos limpios. Aceptar ese Amor, ser consciente de su abrazo
nos habrá lavado de tantos falsos errores, carencias y culpas.
Y ya la jornada no se
llamará
lunes, martes,
o...
sino siempre
"el
día que hizo el Señor",
donde sólo es la alegría y el gozo.
(Salmos 118:24)
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