Mi primo Pepe era relojero.
Todo un
artesano enamorado de su profesión.
Aunque era mucho mayor que yo
siempre estuvimos muy unidos.
Mis recuerdos de infancia me lo
sitúan en su taller de reparaciones. Con una lupa encajada en su ojo
derecho a modo de extraño monóculo y con una pinza en la mano manejando
con diestra exactitud las minúsculas piezas de un antiguo y bello
Longines de bolsillo.
A veces, intentaba imitarle. Pero
fracasé todas, al pretender asir cualquiera de las ruedecillas doradas
que abarrotaban su pupitre de trabajo.
Veía todo agigantado. Y al no
estar habituado a esas falsas magnitudes y distancias no sólo no
acertaba a capturar un diminuto “cañón de minutos”, sino que tampoco
era capaz de rozar un “barrilete” de más cuerpo.
Y eso me disgustaba
mucho.
Hoy, esa experiencia me inspira.
Porque las ideas de Dios están presentes en todo. Son la única y
verdadera presencia. Incluso en la memoria de nuestras frustraciones o
fracasos.
Con frecuencia “sentimos” la
resistencia del error.
Su engaño parece permanecer intacto frente al
tratamiento espiritual.
¿Qué está ocurriendo?
Pues que intentamos usar,
como yo en el taller de mi primo, una óptica que no estamos
acostumbrados a manejar.
Agigantamos el problema, lo creemos real, y
desde esa artificial perspectiva nos sentimos incapaces de resolver.
Es
muy difícil trabajar un diamantito cuando la lupa lo aumenta y uno lo
ve como una roca.
En toda situación es preciso
redimensionar el error.
Saber que no tiene tamaño.
Por muy enorme que
aparezca siempre hemos de reconocer que es nada.
Sólo así restauraremos
lo que tenemos entre manos.
Y restaurar no es cambiar algo. Sólo es
devolverlo a su estado original, a su perfección de creación.
El recuerdo de mi primo me ha
ayudado. No a recomponer un cronómetro (un medidor del tiempo). Sino a
situarme fuera de esa ilusión, en la eternidad, en la Verdad.
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