Mi padre comenzó a trabajar en el banco el día que
cumplía 16 años.
Ese aniversario aprendió algo muy importante.
-Don Tomás, hay un mendigo en el patio de
operaciones. Y bajo el abrigo se le nota un bulto sospechoso.
El jefe le preguntó: -¿Es viernes? ¿Son las 6:30 de
la tarde?
-Así es.
-Entonces no se preocupe. Es Don Eulogio. Todas las
semanas viene a ingresar 5.000 pesetas (una millonada para aquél 1916).
Y Don Tomás añadió: Rodríguez, no juzgue por las
apariencias. Tiene que aprender a ver.
Tenía razón. La apariencia andrajosa de Don Eulogio,
el bodeguero, no era el hombre. Ni tampoco había afectado al valor de sus
bienes. Seguía siendo Don Eulogio, uno de los clientes "especiales".
Décadas más tarde mi padre me transmitió lo aprendido.
La lección la usé unas veces sí y otras no.
Y muchísimo después esa enseñanza se me amplió hasta
el infinito cuando me encontró la Ciencia Cristiana.
Y la he de tener en cuenta sin cesar. La paz me va en
ello.
Me la recuerdo casi de continuo.
Todos somos las imágenes de Dios. Y por tanto, nunca
reflejamos condición alguna por debajo de la perfección. Así, nadie sufre
carencia de lo que es Dios.
No importa la apariencia, el cómo la mente mortal
encuadre y vea.
Nada hay que mejorar.
Sólo dar crédito a nuestra Mente, la única, la que
realmente conoce.
Nuestra misión no es cambiar la apariencia. Sino
reconocer a través de ella la única realidad posible.
Mejorar los harapos sería inútil entretenimiento. Sin
ningún sentido ni efecto, ya que todo lo que no es divino reflejo, sólo es
ilusión. Engañoso espejismo. Nada más.
El Amor no está condicionado por el aspecto
externo. Por lo que no se puede traducir por lástima o preocupación.
El Amor sólo reconoce lo perfecto.
El Amor, a nadie considera diferente de Sí mismo.
Porque no hay Dios y otros.
Sólo Mente infinita y su manifestación infinita.
Aunque la mente mortal lo disfrace de mendigo, de
necesitado.
Por eso, no juzguemos por la apariencia, sino por lo que
siempre somos: expresión del bien infinito.
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