El visitante estaba casi en trance. Las
copas de las sequoias parecían acariciar el cielo.
La anchura de los troncos, inabarcable.
El verdor de sus ramas, una confesión de juvenil y fresca lozanía.
Y surgió la pregunta.
“¿Cómo pueden vivir tanto?”
Muchos conocen ya la respuesta del
guardabosque.
“¡Porque no dejan de
crecer!”
Vivir es crecer.
Pero, ¿qué significa esto?
No se trata de añadir cada vez, algo más
a lo que ya somos. Como si lo necesitáramos para completarnos.
Nada nos falta.
Somos sabios, bellos y perfectos, plenos
de vida, felicidad, amor…infinitos.
Aunque nos veamos pequeños o
deteriorados. Esto último por deficiente enfoque de la lente.
Una semilla es diminuta pero contiene
todo el gigante que llamamos árbol.
En mi campo no hay sequoias, pero puedo
contemplar parecidas maravillas con otras especies.
Desde la perspectiva mortal quizás sólo
descubro el hueso del dátil. Pero la Mente ya ve la palmera.
La simiente no duda de la potencia que
encierra su aparente pequeñez.
Y colocada en el terreno apropiado
comienza a desplegar lo que hay dentro.
Anclados en esa caricatura de la
eternidad que llamamos tiempo podemos desesperar. Contando las horas y
los días, el cansancio se enseñorea al no
apreciar ningún desarrollo.
Pero no hay que esperar. Sólo saber que
primero habrá un brote tierno y verde. Y luego… sentiremos la sombra de
sus palmas abanicando el viento.
Para vivir, es decir, gozar de la Vida, tengo que saber
que ya y desde siempre soy perfecto.
No “mortificarme” (hacerme mortal)con la amargura de la
duda o con la frustante incredulidad acerca de lo que en realidad soy
ahora.
Aunque me vea poca cosa soy la
expresión de la grandeza infinita de Dios.
Para crecer, que es vivir, no necesito el
esfuerzo “personal”. Sólo empequeñecer el idolillo del falso yo.
A medida que él disminuya -hasta la
desaparición- se irá percibiendo la gloria de Dios, el único Yo del que
somos imágenes.
Como se lee en el Evangelio de Juan: "Es
necesario que él crezca, y que yo decrezca." (Juan 3:30)
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