Cuando niño, mi madre cosía mucho.
Yo me sentaba en la alfombra, y miraba y preguntaba
qué estaba haciendo.
Cada día la misma pregunta e idéntica respuesta: “Estoy
bordando”.
Porque desde donde yo miraba, me parecía muy extraño
lo que hacía.
Un amontonado de nudos e hilos de diferentes colores,
longitudes y grosor.
Mi madre sonreía: “Sal a jugar y nada más termine te
llamo para que en mis brazos lo veas desde mi posición”.
Pero yo me seguía preguntando acerca de lo desordenado
y sin forma definida del efecto. Y ¿por qué tardaba tanto en acabarlo?
Al fin, un día me llamó. Me aupó con cariño al alto
sillón y… ¡No me lo podía creer! Lo que desde el suelo me parecía tan confuso,
era un paisaje maravilloso.
Y la respuesta de mi madre quedó sembrada en mi
memoria: “Mirando desde abajo no veías que en la parte de arriba había un bello
diseño. Pero ahora, desde aquí, ya puedes descubrir lo que estaba
haciendo”.
Y por eso, a lo largo de todos estos años, cuando las
apariencias de confusión y sin sentido amenazaban envolverme, he recordado cada
vez más claro que para experimentar la Verdad hay que cambiar la
perspectiva.
Hay que situarse donde descubrir la bella labor
que Dios ya ha hecho.
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