Llegó el autobús que nos regresaría a casa.
Un niño de
mi edad, de temblorosos movimientos y mirada ausente, ocupó el asiento de atrás, con una monótona y continua cantinela: “La torre de la iglesia se ha
caído... La torre de la iglesia se ha caído...”
El asombro abrió mis ojos. Mi madre
con un gesto indicó que no hiciera caso.
Pero estuve inquieto hasta que
pasamos por la plaza y comprobé la verdad: el bonito campanario intacto.
Aunque el niño repetía su letanía ya no conseguía preocuparme.
Sólo la molestia del vacío sonsonete. Hasta que al rememorar la “peli” del domingo, por momentos lo deje de oír.
Y llegados a nuestro destino, y seguir el niño su viaje, sentí de repente algo extraño y agradable: el silencio.
Hoy, al recuperar este recuerdo, lo aplico a otras desafinadas
y persistentes sugestiones.
Al principio preocupan y atemorizan.
Pero al
atender a la verdad, va llegando el cambio y se restablece la calma.
Aunque todavía la
ilusión machacona a nuestra espalda siga molestando e intentando establecer la
duda.
Sólo colmando la conciencia con los pensamientos divinos se la confina a
un segundo plano.
Y así, hasta que entramos en el silencio de “nuestra casa”, en
la que apartados del ruido de fuera sólo se oye a Dios.
Y entonces se
experimenta la armonía.
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