“Me gustaría saber cómo hacer para tener más fe en
Dios. Envidio a los que la tienen sin el tormento de las dudas”
Este párrafo de tu correo ha interrumpido mi rutina
diaria. Porque tus deseos apuntan en una correcta dirección. El don de
la fe es de máxima utilidad.
Y pienso que acabarás descubriéndolo en tu equipaje.
Todo lo necesario ya nos ha sido dado. Y la fe, que es el
reflejo de la visión de la Mente, es del todo indispensable para no ser
confundido por las sombras.
Confieso que a veces, yo también me siento golpeado por
las dudas. Son como gotas de barro que, de modo furtivo o de repente,
nublan con su peso mi vista y me sumergen en oscuridades. Como dices "es
una tortura".
Y ¿qué hago entonces?
Pues, razono, argumento, deseo (es una eficaz forma de
oración)… Incluso solicito ayuda a algún compañero.
Pero aun así no siempre levanto el vuelo, atrapada mi
conciencia en un torbellino de teorías.
¿A qué acudo entonces?
A lo que me resulta definitivo. A las huellas que el
Amor, la Verdad y la Vida deja de continuo, momento a instante, en el
entorno próximo o en la historia.
Como le ocurrió a María, la madre de Jesús, con el
embarazo de Isabel, me estimula comprobar la acción de Dios en los
demás. Esos testimonios me certifican la Presencia de Dios. Y después
de la tempestad, la dulce y productiva calma.
Pero puede que en tu caso, un último lamento nuble y
haga penosa la elevación de tu pensamiento. “Ellos sí, pero ¿y yo?”
Porque ninguna señal del Amor percibes en tu horizonte.
Hace días retomé la lectura de un libro. De pronto caí en
la cuenta que ese capítulo ya lo había leído la semana anterior. Pero al
releer fue cuando descubrí reconfortantes verdades en las que antes no
había reparado. ¿Por qué?
Recordé que mi primera lectura la hice tentado por una
preocupación que sólo al fin después de mucha lucha pude someter.
Acercarme al libro sin esa cortina temblorosa posibilitó
que hallara todo un tesoro para mi práctica.
El recuerdo de Agar en el desierto se me hizo presente.
Eso es lo que le sucedió cuando desesperaba de sed. Cuando se volvió a
Dios, dio la espalda a la mente mortal, y entonces sintió al ángel (el
pensamiento de la Mente) que le descubrió la fuente de agua. Un
manantial que siempre había estado allí.
Para experimentar la presencia de Dios (que es la acción
de la fe) es preciso actuar como Agar. Desatenderse de lo que no
testimonia a Dios. Porque no se puede ver la luz con la mirada fija en
las tinieblas.
Y
descubriremos, conforme nos acostumbremos a esta nueva claridad, miles y
miles de muestras de su benéfico y continuo abrazo.
Y podremos decir como los samaritanos:
"Ya
no creemos solamente por lo que has dicho, pues nosotros mismos hemos
oído..."
(Juan 4:42)
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