Orar es escuchar.
Sí. Pero no "como quien oye llover".
Sino
con una firme intención: aceptar todo lo que se nos dice.
Así conocemos nuestra auténtica realidad y condición: ¡siempre amados y
bendecidos en todo!
No
es una obligación.
Sino una dulce necesidad: el gratuito goce de la comunicación divina.
La
consciente consecuencia de nuestra unidad indisoluble y constante.
No
se precisa un desafío o una urgencia.
Es
el convivir cotidiano "en y con" Quien es el amoroso Todo.
Para algunos es el seguro recurso ante las ilusiones que parecen
entenebrecer el día.
En
esas ocasiones hay quien pregunta: ¿Cuánto orar?
La
respuesta es: Hasta
que uno se entera.
Comprender que todo es obra de Dios. Y por tanto nada puede afectar a la
universal, infinita y absoluta perfección.
Cuando “quedo enterado”, porque he puesto el oído y aceptado (creído
hasta la convicción) lo que Dios está diciendo, la paz invade hasta el último
rincón del ser.
Cuando se conoce por la aceptación ya nada hay que negar, sólo
reconocer.
Y
ya no hay que continuar más con la oreja en trompetilla como un sordo.
Pero eso no significa dejar de orar.
Porque necesitamos vivir.
Y
la Palabra “que sale de la boca de Dios” es nuestro verdadero,
suficiente y necesario alimento.
Por eso “oramos sin cesar”, sin cansancio.
Al
igual que deseamos vivir sin término, y esa experiencia nunca conlleva
fatiga o aburrida rutina.
Y
cuando la inquietud golpee de nuevo la puerta del pensamiento, no habrá
que conectarse una vez más. Sólo aguzaremos la escucha.
Y
entonces, el miedo o la duda temerosa, se desvanecerán sólo con prestar
atención a la palabra convincente.
Ésta es el aliento que necesitamos, no sólo en momentos, sino para vivir
con plenitud por toda la eternidad.
0 comentarios:
Publicar un comentario