-No
temas, Juan. Pronto estarás gozando en el Cielo.
Y el anciano desde el pobre
camastro: - Don
Antonio no es por discutir, pero, como en la casa de uno… en ninguna
parte.
A Juan, como a casi todos, no le
habían publicitado el Cielo con un mínimo de atractivo.
La consecuencia generalizada es
que la inmensa mayoría no tienen mucha prisa por disfrutar ese retiro
de quietud e iluminado aburrimiento.
Pero, ¿qué es el Cielo? ¿Vale la
pena?
Sólo hay una respuesta correcta:
DIOS.
Cuando medito “la oración de
Jesús” nunca me digo:
Padre Nuestro que estás
en el Cielo…
Sino que sustituyo el verbo
de lugar por el de identificación.
Y así paladeo: “Padre Nuestro
que eres el Cielo”.
Porque Dios no está contenido en
ningún lugar. Él es lo único. El bien infinito, eterno, absoluto y
supremo. Él incluye
el Todo.
Muchos piensan que algún día tendrán que ir al Cielo y
renunciar a personas, situaciones y cosas que aquí son causa de gran
placer. Y se produce una triste resistencia más o menos consciente y
resignada.
Pero eso sucede por falta de comprensión.
Etiquetamos nuestro entorno como material. Y creemos que
la materia es la que nos provee de felicidad, aunque no sea completa.
¡Cuando no hay materia! Todo es manifestación de Dios,
aunque sea defectuosamente percibida.
Todo lo que nos produce bienestar en este día todavía
neblinoso proviene de Dios.
No existe lo malo. El principio del mal es la percepción
del bien como limitado. El mal es una miope visión de lo siempre
perfecto. Pero en sí mismo no existe.
Sólo es lo infinito.
Despertemos: El Cielo no es otra realidad. Es la
perfección de todo lo que experimento ahora como agradable. No es la
negación de este universo, sino el salir a la luz de todas las ideas que
en el presente aparecen constreñidas por el ropaje del tiempo y el
espacio. Ellas no pueden desaparecer sino manifestarse en
plenitud.
Es
experimentar lo bueno, lo único, sin limitaciones. Gozar de y con
Dios y todas sus ideas.
A nada hay que renunciar sino sumergirse en su inmensa
profundidad.
Nada hay que abandonar o destruir sino considerar de otra
forma.
Se trata de aceptar el conocimiento de Dios.
“Nadie hará mal, ni daño alguno habrá en ninguna parte… porque la tierra
estará saturada del conocimiento del Señor…” (Isaías 11:9)
Hay que abrazarse al Cristo,
hasta rebosar sabiduría divina.
Y
así las espadas dejarán de herir para convertirse en arados. Y se
descubrirá que toda la creación vive en la paz de la unidad. (Léase Isaías 2:2-5 y 11:6-8)
Dios y sus ideas constituyen el cielo. Cuando eso se
comprenda, el hombre que es la inclusión de todas las ideas divinas
descubrirá que no ha de ir o estar en el Cielo, sino que él mismo lo
manifiesta siempre.
El
hombre que se siente más afortunado en este mundo siempre está insatisfecho. Nunca es
bastante. (Satisfecho viene del latín “facere satis” “hacer bastante”.)
Por eso, conviene saber:
1º que Dios es la fuente de toda
felicidad, incluso la del momento presente
y 2º que el hombre es su semejanza. Sólo así nos sentiremos
llenos, conforme a las palabras del salmista:
“Estaré
satisfecho cuando despierte a tu semejanza” (Salmos 17;15)
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