Hoy se festeja el día de la mujer trabajadora con
la carga reivindicativa de la igualdad de los sexos.
Esa jornada recuerda a las 146 jóvenes, inmigrantes italianas y judías
en su mayoría, calcinadas en el incendio de la fábrica
Triangle de Nueva
York
en marzo de 1911.
Y conmemora también la huelga por el "pan y la paz" de sus compañeras
rusas que en 1917 consiguieron su derecho al voto.
La lenta y dificultada ascensión hacia el disfrute de condiciones de
vida mejores se acompaña siempre de lucha, dolor y muerte. El valor y la
generosidad aparecen mezcladas con el odio y los enfrentamientos más
feroces.
La plena instauración y cumplimiento de los derechos declarados con
solemnidad en anteriores centurias se experimenta como una empresa
prometéica. Es decir, como algo a realizar de espaldas a la divinidad y
en su contra.
Según la mitología, Prometeo robó el fuego del Olimpo para beneficio de
la humanidad y desobedeciendo la voluntad del Padre de los dioses. Así
la venganza divina cayó después terrible sobre el héroe y los hombres.
Hoy parece lo mismo. Cada avance contabiliza innumerables pérdidas y
cicatrices. Como muestra recordemos la abolición de la esclavitud en los
Estados Unidos de América.
Y hasta la ascensión de Obama a la presidencia de su país se ha
recorrido un largo camino de linchamientos, abusos y crímenes.
Parece como si todo lo justo y bueno hubiese que conseguirlo a ejemplo del titán de la leyenda, luchando contra "elevados poderes".
Pero
no
tiene
que ser así.
Ese
difícil combate es por olvidar
que el hombre, tanto el varón como la mujer, en estrecha igualdad,
es
siempre
bueno y señor de todo, como consta en la primera página del Génesis. Es
Dios mismo, el Creador del universo, el que lo declara con autoridad.
Y Pablo, tiempo después de recobrar la luz de sus ojos, escribirá con
rotundidad indiscutible: Ya
no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer;
porque todos vosotros sois uno en Cristo manifestado por Jesús" (Gálatas 3:28)
Y podríamos añadir
ni legales, ni ilegales,
ortodoxos
y herejes, santos y pecadores amigos y enemigos, ateos o creyentes....
Sin la oscuridad,
que produce un estar de espaldas al Cristo, a la Verdad, podemos
anunciar con alegría: Sólo hay hijos perfectos de Dios.
Y cuando nos reconozcamos así, desde la luz que ninguno Prometeo tiene
que robar porque es dada como gracia, no habrá que luchar por los
derechos. Sólo tendremos el deber de disfrutarlos.
En el abrazo del Amor del que somos el reflejo.
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