Todos nuestros problemas están motivados por un creer en la
carencia de algo. De salud, de éxito profesional, de conocimientos, de
seguridad, de provisión, tiempo, de habilidades o cualidades como simpatía,
belleza…
Y así, en la práctica, por muy creyentes que nos definamos,
estamos declarando contra la totalidad de Dios infinito y perfecto.
Fomenta todo esto el pensar del mundo. Escucharlo a diario
es mantener viva la amenaza. Las noticias y conversaciones sobre enfermedades,
epidemias, crisis de familia, desgracias, accidentes, paro, hambrunas,
corrupción, violencia… cercan nuestra divina inmunidad reduciéndola a una
situación angustiosa.
Atender a lo que se dice, se hace y se ve en el mundo, nos
recluye en un espacio limitado donde nuestra identidad como reflejo de lo
infinito se experimenta ahogada.
¿Qué hacer?
Recuerdo el relato de cierta competición juvenil.
Se trataba de escalar una cima en tiempo prefijado. Era muy
escarpada.
Los espectadores medían las posibilidades y no se contenían
en gritar sus opiniones: “Es imposible”. “No hay tiempo suficiente”. “Es una
empresa sobrehumana”…
Poco a poco, los participantes comenzaron a darles la razón
al abandonar la prueba, uno tras otro.
Al final, sólo una joven coronó la cima. Cuando descendió
para recibir su trofeo, los periodistas la cercaron de cuestiones.
“¿Pensó en abandonar?” “¿Ha sido muy duro?”
“Cómo lo ha conseguido”…
Preguntas que no conseguían respuestas. Y así durante unos
minutos.
Hasta que finalmente ella se llevó ambas manos a sus oídos y
extrayendo unos tapones se excusó con una sonrisa: “Disculpen, pero así no les
oía”.
Aquí está la clave del triunfo de la competición y de todo.
No oír, ni atender al griterío de las evidencias materiales.
Ser sordo a lo de fuera, para retirado al interior, escuchar los mensajes de
vida que vienen siempre de nuestra Mente.
Como aconsejaba Jesús:
”Pero tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la
puerta y ora a tu Padre que está en lo íntimo”.(Mateo 6:6)
0 comentarios:
Publicar un comentario