A veces me sorprendo en un mundo peligroso y amenazador. Ante mí
se despliega
una secuencia ininterrumpida de envidias, corrupciones, rencores,
injusticias, enfermedades "incurables", violencia, mentiras...
¿Para qué seguir describiendo "la nada"?
No condeno, pero veo, sufro y hasta me tienta la irritación.
¿Es porque estoy en una atalaya de pureza y santidad? ¿Diviso mal en
los que otros ven normalidad,
a causa de "mi"
elevada situación? ¿Es "mi espiritualidad" la
que descubre
tanta materialidad? ¿Soy
mejor
por
comprobar que ese mal "está ahí fuera", pero yo
"aquí"
estoy limpio?
Dos citas bíblicas me despiertan de golpe y disuelven los interrogantes.
3¿Por
qué miras la
mota
que tu hermano tiene en su ojo y no te fijas en
la viga
que tú tienes en el tuyo?
4
Y si tú tienes un tronco en el tuyo, ¿cómo podrás decirle a tu hermano:
‘Déjame sacarte la paja que tienes en el ojo’?
5 ¡Hipócrita!,
sácate primero el tronco de tu propio ojo, y así podrás ver bien para
sacar la paja del ojo de tu hermano.
(Mateo 7:3-5)
Reparar el mal no canoniza a nadie. No se es más bueno por ver lo malo.
Y
lamentar
la situación o escandalizarme no ayuda
al
mundo.
Antes tengo que enfrentar
"mi"
problema de visión. Ni
se trata de mejorarla ni de cambiar lo que veo.
Tampoco hacer que el sol brille más.
El profeta Habacub
proporciona
la clave. "Dios es muy limpio de ojos para ver el mal"
(Habacub 1:13)
Y no hay más ojos que los de Dios. Con unas lentes de "nada" sólo se
puede ver "la nada", la esencia del mal.
He de ver con la Mente divina lo que Ella crea y recrea.
El observar la desarmonía, ya en los otros o en mí, indica mi lejanía
respecto a la realidad. Sentir eso es desconocer la vida. Es ser
consciente sólo de la nada, de la basura de la existencia.
Y en la asfixiante atmósfera de los estercoleros nadie se extraña que
siempre puncen los parásitos y apeste la descomposición.
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