Recuerdo aquella tarde de otoño granadino en el cine
Aliatar. El final
parecía acercarse en la gran pantalla. En las
butacas se desinflaba con alivio la opresiva tensión de la historía. El asesino acababa de morir y la indefensa Audrey Hepburn conseguía
estar a salvo.
De súbito,
la mano del supuesto difunto se aferró a la frágil protagonista y
un grito de espanto escapó histérico de la boca de los espectadores. Alguien, justo a mi lado,
se desplomó desmayado. Sólo se reanimaría con el encendido de las
luces, después del feliz “The end”.
La
experiencia de esta obra maestra del “suspense”, que en España se llamó “Sola
en la oscuridad”, me enseñó la siguiente obviedad: a los espectáculos hay que asistir con
una gran dosis de distanciamiento. En la escena no se desarrolla la realidad
sino un divertimento. Por eso el séptimo arte también ha sido llamado “la fábrica de sueños”.
Al conocer
la Ciencia Cristiana profundicé más en la lección. La existencia que parecemos
vivir no es muy desemejante al sueño sugerido por el celuloide, repleto de
“personajes” y de incidencias no siempre armoniosas. Por tanto, esto que
llamamos “vida” hay que vivirla con desapego. No desde una actitud
budista de “no sufrir”, sino como la única forma de disfrutar de la
verdad. Lo que acaece no ocurre en el escenario, sino fuera de él. Lo que
siempre está sucediendo es el maravilloso efecto del Amor.
El
argumento y la acción de los filmes o de las novelas invaden y toman posesión
de nuestras conciencias. Así nos hacen experimentar sus irreales
historias con el corazón apretado y las uñas devoradas por los nervios.
Hay que tomar distancia para preservar nuestra propia e individual
experiencia.
Cuando no
estamos alertas sufrimos la confusión quijotesca que convierte al bueno de D.
Alonso Quijano en el loco aventurero de la Mancha. Y nuestro pobre héroe sólo recobrará la cordura cuando un golpe expulse de su conciencia a toda la riada de
caballeros andantes, monstruos, brujos y malandrines.
No debemos
esperar a tanto. Para vivir en la claridad de pensamiento -en la luz de la
divina Mente-, debemos contemplar y considerar esta existencia con el desapego
bondadoso que se encierra en el “humor”.
Una actitud
cuyo valor crece para mí día a día. Porque veo al HUMOR como el abrazo de
lo distintivo del hombre y de Dios: HUmildad y AMOR.
Al estar inconscientes a la omnipresencia del Amor caminamos como ciegos atemorizados. Pero en esa oscuridad no
estamos solos y ni siquiera estamos.
Porque nunca hemos dejado de ser en la Verdad de la luz de Dios.
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