Hoy no puedo
conmemorar la muerte de Jesús.
Lo único que
me importa celebrar es la Vida.
Lo que
siempre es.
Y porque en
aquel viernes, llamado “santo” (cruel paradoja), lo ocurrido fue un
horrible crimen con pretensión de justicia.
Un
“ajusticiamiento”.
Un asesinato
gratuito, como todos.
Que tampoco
sirvió para la divina reconciliación.
Por múltiples
razones.
La
primera porque es imposible unir lo que en la Verdad nunca ha estado
separado.
La humanidad
siempre ha estado en Dios.
El hombre
sólo en sueños imagina pecados, castigos, sufrimiento. Inconsciente
imagina separación.
Se trata de
despertar al soñador a la eterna e indisoluble unión del hombre y Dios.
Pero nunca reconciliar.
El hijo
pródigo nunca puede abandonar la casa del Padre. Porque siempre “en Él
vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser”.
La existencia
ejemplar de Jesús nos descubre la realidad y las gozosas consecuencias
de una unidad divina nunca rota.
La
segunda razón también está cargada de lógica.
Nunca se
puede extraer bien del mal.
Muchos
discrepan porque ya han canonizado el sufrimiento.
Pero nada me
convence acerca de la bondad del dolor.
Porque si el
sufrimiento fuera un bien, Dios lo hubiera incluido en su esencia.
Entonces, ¿No
salva la cruz? ¿Es inútil el sufrir? ¿Tiene valor la Pasión?
Sólo el
Padre-Madre, el Amor, es la solución.
Así lo
entendió Jesús al aceptar el Cristo. Y por eso se concentró en erradicar
cualquier dolor, pecado o injusticia que encontraba en su camino.
La cruz no
fue su meta, sino una consecuencia de su lucha contra el mal.
Su ruda
aspereza no le hizo dimitir de la Buena Noticia que sólo canoniza al
Bien.
En la
pesadilla que llamamos existencia no hay que buscar la contradicción.
Viene sola con ser fiel al Cristo.
Jesús no la
persiguió. La encontró a su pesar.
"Aparta de mí
este cáliz", fue su deseo.
Pero al ser
más fuerte su fidelidad a la Verdad, ni la condena al suplicio le echó del
camino.
No
busquemos la cruz. Sino el Reino del Amor.
Porque el
libertador es:
EL AMOR,
no la cruz.
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