Todavía leo correos
con “Por favor, pida por mi pierna” o “Ore para que mi hija
sea admitida en tal o cual empresa”…
Peticiones
semejantes se repiten por teléfono o en persona.
A la vista de esto
se podría pensar que el diario quehacer del practicista es encasar
huesos dislocados, conciliar parejas desarmonizadas, conseguir fondos
para pagar el alquiler de la casa, luchar con denuedo contra un cáncer
maligno o enfrentarse a una situación imposible.
Sería paradójico que
quien acepta la Ciencia Cristiana como su camino natural, se sienta
obligado a permanecer en un mundo ilusorio o a entrar en él, cada vez
que recibe un e-mail o es contactado de alguna forma.
Nuestra ocupación
central, y en muchos casos, única es orar. Pero esa actividad no nos
obliga a batallar un tiempo y al siguiente también, con lo que son huellas
de la nada.
Los llamados
“tratamientos” no pueden dar certificado de existencia a las
pretensiones mentirosas de una mente suplantadora. Tratar en metafísica
es subrayar lo que sabemos, subir el volumen de la convicción ante
cualquier argumento erróneo e incluso cegar con la luz de la Verdad
aceptada la más mínima sombra.
Sentirse vocacionado
a la práctica, no es atarse a un continuo lidiar con los errores ajenos.
De hecho ninguno de ellos lograría asirse a nuestra conciencia si no le
ofreciéramos un soporte. Entregarse a la práctica es más que un servicio
al prójimo, una ayuda para enfocar más y más la verdadera visión de la
Verdad.
No es tanto trabajar
por erradicar el error del otro, como purificar la propia conciencia y
experimentar la Verdad. Es permanecer en la Mente, y en la Armonía de
Su universo.
No se ora, es decir,
“se escucha” a Dios por el interés de conseguir lo que alguien no tiene,
sino por estar en la inseparable posesión del Todo. (Cuando se acude a
un practicista no se busca la ayuda de una “persona” más fuerte para
vencer a quien ataca. Solicitar su oración es sobre todo, aceptar
su “atmósfera mental”.)
Orar, por tanto, no
es una reacción provocada por lo que se llama error. Porque al ser
éste creación de la nada, tampoco es capaz de acción.
Orar no es cambiar
algo, sino afirmarse en el gozoso Todo.
Orar es el estar
consciente de la grandeza del Alma. Y eso es Vivir a la vez que alabar.
Orar es sintonizar
con el Amor incondicional que no actúa por interés, sino por ser siempre
el Bien.
Entretenerse con
rosarios de negaciones y argumentos sitúa en la dualidad del Bien contra
el mal, aparta de la contemplación de la Verdad y priva del gozo
continuo que constituye la Vida del Uno.
Sólo el tener por
única realidad lo que la Mente conoce es lo que hace eficaz la oración.
Orar sin cesar es un
hacer sin motivo. Es sólo reconocer como verdadero y actual lo que la
Mente está conociendo. Es un aprender acerca de Dios. En esto reside su
poder vivificante.
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