Me aficioné a la lectura muy pronto. Hubo etapas de mi niñez en que los
libros fueron casi mis exclusivos compañeros de juego. Así me convertí
en un precoz y ávido lector. Eso me ayudó a pensar, lo cual agradezco
mucho.
“La isla misteriosa” de Jules Verne, me hizo soñar despierto muchas
mañanas del cálido verano malagueño. Más tarde, al inicio de mi
juventud, ese relato me hizo reflexionar sobre el sentido de la
existencia. No es de extrañar. Detrás de toda comunicación, está siempre
el Comunicador, la Mente divina. El mensaje siempre se está abriendo
paso a través de las anécdotas.
Hoy me sigo sirviendo de aquellos pensamientos inspirados en un sencillo
argumento. Cinco hombres huyen en globo de un campo de prisioneros
durante la guerra de Secesión. Una tempestad los arroja a una isla
perdida. Es un lugar ignorado por los mapas y cartas de navegación. Los
fugitivos se lamentan de su suerte. Pronto descubren extrañas huellas.
En medio de las dificultades siempre hay alguna caja varada en la arena
con todo lo necesario para la ocasión. Esas oportunas apariciones son
recibidas de modo bien diverso. Uno pasa de las huellas. Otro se
sobrecoge de terror. Para un compañero todo es fruto del azar. Incluso
renace una pasiva esperanza en uno de los protagonistas. Y finalmente
hay quien se decide a investigarlas, concluyendo que son mensajes de un
ser que vive cerca y los protege. Pero no se detendrá en su
interpretación. Su decidido propósito no será otro que llegar a conocer
a su misterioso benefactor.
Para muchos, éste es un lugar en el que nos han arrojado, sin haber
tenido nunca voluntad de venir. Parece como si estuviéramos padeciendo
incomodidad, lejos de la mano de Dios. En esa isla de la existencia, se
vive según nuestras formas de interpretar lo que sucede. Sin pensar, con
miedos, con estoico sometimiento al azar o inoperantes confianzas. Son
las actitudes mas frecuentes en este grupo llamado humanidad, antes las
huellas de Dios. Esas que con ojos mortales se sienten como amenazas y
no como una benéfica Presencia.
Pero hay un quinto grupo. Es el formado por el científico Ciro Smith.
Éste llega a lo hondo del misterio de la isla. No somos ni abandonados
ni huérfanos de Dios. Sino que hemos caído en su mismo regazo. Ahí hemos
estado siempre.
Esos náufragos del aire nunca han estado solos. Siempre estuvieron bajo
el cuidado del capitán Nemo. El infatigable protector no revelará su
presencia hasta que el científico y sus compañeros estén preparados.
Llegaran hasta él siguiendo el cable de una línea telegráfica, después
de recibir una sorpresiva comunicación. Todo un símbolo. Es el capitán
el que tiene la iniciativa. La intercomunicación proviene siempre de
Dios y va a Su idea el hombre (Ciencia y Salud 284:35).
Estamos rodeados de huellas, señales de un cuidado amoroso, que no se
saben interpretar desde la inconsciencia o el temor.
Son pocos los que reaccionan como el profesor Ciro Smith. Sólo los
“científicos”, los buscadores, son los que encuentran felizmente la
explicación al misterio.
Significativo el nombre dado en la novela al que de modo invisible cuida
de todos: Nemo. En latín significa “Nadie”. Y Dios también es “nadie”
para muchos, incluso de los que dicen creer en Él.
Esa isla no está en ningún mapa. Es como si no existiera en la Realidad.
Y tiene un fin a plazo fijo. Así es este mundo de apariencia física:
algo inexistente y condenado a desaparecer. (La isla al final se hunde
en el mar a causa de un volcán).
Y
será Nemo-Dios el que proveerá a los fugitivos de todo lo necesario para
escapar de ese entorno mortal y regresar a su verdadera patria.
En mi opinión, Jules Verne escribió, sin pretenderlo, una parábola sobre
la vida.
Porque también estamos en una isla misteriosa que no tiene sitio en la
Realidad. Auxiliados de continuo por un Ser, sólo visible ahora a través
de las múltiples huellas que nos rodean siempre. Señales que sólo sabe
descifrar el que es un científico buscador. Por eso podemos descansar en
la certeza que también Nemo-Dios nos ayudará a regresar a nuestro
verdadero hogar, la Casa del Padre.
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