A veces me siento perdido.
Nunca lo estoy, pero la ilusión se esfuerza en
mantener esa creencia.
El día se me apaga. En la oscuridad se me oculta el
rostro de Dios y se me extravía su emisora. Oigo palabras, ruidos, pero
no consigo captar la sintonía. Recurro a los libros. Me recojo en
reflexión. Pero todo parece vano. Me tienta la duda que devalúa las
certezas demostradas. Pierde color el recuerdo de las experiencias
espirituales de ayer.
Entonces clamo, más para informarme que para llamar
la atención.
¡Señor! Me siento perdido, desorientado. ¿Qué tengo
que hacer?
Y escucho: "Nada. Sólo reflejarme".
-¿Y cómo lo hago?
-Vuélvete hacía mí. Caer en la cuenta de
que siempre estoy. El resto es cosa mía. Si estás vuelto, si eres
consciente, el reflejo de mi Amor no sólo te descubrirá el camino, sino
que también bendecirá a tus prójimos: a los que están cerca y a los se
te acerquen para disfrutar calor y claridad.
Volverse a Dios es ser consciente de una sola Mente, todo Bien,
infinita y eternamente presente. Es llenar el pensamiento con los
sinónimos y atributos divinos. Es descansar en el hecho de la acción
infatigable del Amor.
¿Y que se refleja? Lo que ve la Mente, la visión
perfecta del universo. Eso es amar: contemplar la perfección en todo y
todos. Y ese Amor es la Vida, lo que nos hace sentir inmortales y
seguros siempre.
¡Qué paz! Y es que nada tiene que hacer un espejo
para reflejar la luz del mediodía. Basta con estar orientado hacia el
Sol.
¡Orientarse! Es lo mejor para no perderse. Siempre,
al comienzo del día, alinear el brazo derecho con el Sol. Entonces
descubriré el Norte frente a mí, el Sur a mi espalda y a mi
izquierda el Oeste. Ese señalar donde amanece, por donde surge la luz,
centra. Y construye la cruz coronada de la Ciencia Cristiana que ilumina
y muestra.
Nuestro trabajo: volvernos hacia Dios, estar quietos.
Escuchar en calma, confiados y pacientes. Y así, con volverse hacia la
casa paterna, (saber que está), el Padre hace lo demás.
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