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sábado, 13 de mayo de 2017

PENIEL, UNA NOCHE DE ENSEÑANZAS


Todo mortal podría llamarse Jacob.
Porque sabemos lo que ese nombre significa: suplantador, “el que miente o pone zancadillas”.
El mortal es el que intenta que el verdadero “yo” no venga a la luz, así como Jacob trababa el pie de Esaú para que no naciera el primero.
Somos Jacob para nosotros mismos y también para nuestro prójimo.
El problema de esta personificación de la mortalidad es que nunca enfrenta, sino que se evade o se sumerge en la oscuridad y el miedo.
El que estaba destinado a ser el patriarca de las doce tribus huyó de su hermano, pero también se alejó de la tierra prometida. Ahora no puede gozar de la herencia que intentó conseguir incluso con chantaje y mentira, en vez de recibirla como una gracia.
Pero para entrar en el territorio de las bendiciones ha de pasar a través de los dominios de Esaú. La única forma es la reconciliación.
Y para esta vez no valen las negociaciones trucadas. Siempre se apoyó en su astucia. Esa fue su fuerza. Pero ya no le quedan naipes ocultos.
La situación es altamente problemática. Porque el error no se puede conciliar con la Verdad.
Y sin paz no puede gozarse del paraíso.
La oscuridad de la noche se cierne sobre él. Pero nunca se está solo. Y en esa vigilia, Jacob lucha. Con todos, con quien cree que es, con Dios… Hasta que herida la carne, expresión de la mentirosa mortalidad, es vencido.
¡Y qué paradoja! Sólo cuando el “yo mortal” que se cree ser es derrotado, es cuando se goza, de verdad, la victoria.
Y al producirse el gran cambio, la conversión en el “nuevo hombre” Israel, entonces le es regalado lo que nada más como gracia se puede obtener:  la bendición, la tierra prometida.
Ese “paraíso” es conocer a Dios, tener un vislumbre de su rostro infinito.
Sólo cuando alguien ve a Dios, puede reconocer al otro no como un competidor, enemigo o amenaza, sino como Dios mismo.
Ya puede contemplar todo como manifestación divina. Incluso a él mismo, Israel y a su temido y maltratado hermano Esaú.

Porque reconciliar no es reunir, sino caer en la cuenta que lo Uno siempre fue Uno y jamás se dividió ni se dividirá.

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