El pasado
martes recibí un correo electrónico. Estaba cargado de inspiración.
Hace unos
días, leyendo la Biblia tuve una percepción clara de qué es orar. Fue en
Ezequiel 43: 5 "Y me alzó el Espíritu, y me llevo al atrio interior; y
he aquí que la gloría del Señor llenó la casa". A partir de ese momento,
siempre me situo para orar como hace mi perrito “Nano”, cuando llego a
casa. El me espera alegre, y yo lo levanto para darle un abrazo. O como
los niños pequeños que miran de esa manera que inevitablemente los
alzas. En fin que esas palabras han sido un regalo porque me han
enseñado que no hay que hacer nada !como siempre! sólo saberte amable y
alegre, sabiendo lo estupendo que te espera.
Se nota
que mi amiga ha tenido la experiencia. Ha sido alzada por el Espíritu y
llevada a lo más íntimo, “el atrio interior”.
Yo
conozco a Nano, su perrito, al que a veces, en mi interior, prendado de
su confiada inocencia, llamo “San Nano”.
Para mí,
su característica más especial, es que se sabe -sin una duda- digno de ser querido. En
consecuencia sólo espera abrazos y regalos. De esa forma es imposible
que pase desapercibido y sin experimentar más que caricias y piropos. Él
siempre está receptivo al cariño.
Mi amiga
acierta al comparar la experiencia de oración con la actitud de su
mascota o con la de un bebe que sonríe amplia e inocentemente desde la
cuna, invitando a la levantada y al abrazo.
En la
oración, la iniciativa es de Dios. Él nos ama desde la eternidad.
No hay
que merecer el amor, porque ya no lo sería. Es gratuito.
Pero lo
que arranca esas experiencias inolvidables –casi instantáneas, a veces-
cuya huella dura días y días, y que colma de Dios nuestra existencia, es
la actitud alegre y segura de sabernos queridos, amables –de tanto ser
mirados con arrobo por el que nos trajo a esta Casa, nuestro
Padre-Madre.
Eso, y
nada más, porque todo lo importante es mucho más… sencillo.
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